Regresar a casa a Mamá—y al Padre celestial

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Ascensión del Señor, Año C: 12 Mayo 2013
Hch 1, 1-11; Sal 46; Ef 1, 17-23; Lc 24, 46-53

Nuestro Señor Jesucristo subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre. Durante los 40 días después de que resucitó de entre los muertos en el domingo de Pascua, se presentó vivo a sus discípulos, les habló, comió con ellos, y se desarrolló para ellos los misterios de lo que había hecho y que iba a hacer. Y entonces llegó el día en que se fue apartando de ellos, cuando fue elevándose al cielo y una nube lo ocultó a sus ojos; y, como oímos en la primera lectura, los apóstoles se quedaron mirando fijamente al cielo—ahora solos.

Muy a menudo la Ascensión de Nuestro Señor se cuenta desde este punto de vista; y por eso es posible caer en pensar en ella como el día en que Jesús se fue, en que salió, y en compararla con otras salidas que hemos experimentado, hasta pensar que anteriormente estaba aquí pero ahora se ha ido, dejándonos solos. Y lo primero que tenemos que entender es que no es así. Hace unas semanas, nuestro Santo Padre Papa Francisco nos habló de esto. Él dijo:

Queridos hermanos y hermanas, la Ascensión no indica la ausencia de Jesús, sino que nos dice que Él vive en medio de nosotros de un modo nuevo; ya no está en un sitio preciso del mundo como lo estaba antes de la Ascensión; ahora está en el señorío de Dios, presente en todo espacio y tiempo, cerca de cada uno de nosotros.

Pero necesitamos ir aún más allá de esto. Necesitamos ver la Ascensión no sólo desde la perspectiva de los apóstoles, que experimentaron una separación; sino también desde otra perspectiva, desde el punto de vista de otra persona, el punto de vista de Dios Padre—que, descubrimos, es una experiencia muy diferente. De esta manera, los ojos de nuestros corazones pueden ser iluminados para que podamos entender mejor la esperanza, la riqueza, la grandeza que nos da este misterio de la fe—el misterio de la Ascensión del Señor.

Por casualidad, este domingo en que celebramos la Ascensión del Señor en esta diócesis es también el domingo cuando el Día de la Madre se celebra en los Estados Unidos y en más de 80 otros países. Y así en este día recordamos los muchos actos de amor que nuestras madres nos han dado, y que otras madres que conocemos han dado a sus hijos. Recordamos, entre muchas otras cosas, los 9 meses en que llevaba a su hijo durante el embarazo y luego dio a luz; y entonces el cuidado constante del hijo, el sostener, alimentar, lavar, vestir, y consolar; un cuidado que cambió durante los años en muchas formas de enseñar y proteger y guiar.

Porque, por supuesto, una madre está preparando a cada hijo para vivir como adulto—para formar su propia familia, criar sus propios hijos, tener su casa y su trabajo, vivir sus propios actos de amor y servicio. Una madre está preparando a su hijo para ir adelante, a menudo separado de ella, para vivir plenamente la vida que le ha sido dado. Pero, por supuesto, la expectativa no es que el hijo se haya ido para siempre, sino que vuelva a menudo, en el Día de la Madre y en muchos otros días, y comunique de muchas otras maneras, expresando su agradecimiento y amor, y continuando esa relación de amor de madre e hijo. Ella le prepara para ir adelante, para que también pueda regresar.

Algo similar sucedió en la creación del mundo por Dios. Porque Dios creó en total libertad, sin ninguna necesidad, en el amor total. Nos dio el ser, sacando a nosotros y toda la creación de la nada. Y por supuesto nos creó a nuestra gran variedad, diferentes entre sí, cada criatura mostrando la bondad y la belleza de Dios de una manera diferente. Y era muy bueno.

La creación salió de Dios—los teólogos lo llaman en Latín el exitus. Pero también aquí debería haber sucedido el regreso—el reditus. Todo el universo debería haber regresado a Dios en amor y agradecimiento. ¿Y quién debería haber sido guiando el universo en este reditus sino los seres humanos?—no porque somos los más grandes de las criaturas, porque esos son los ángeles, sino porque nosotros solos entre la creación combinamos un alma racional y un cuerpo material y así resumimos el universo. Así deberíamos haber guiado toda la creación a regresar al Padre en amor y agradecimiento.

Pero ¿lo hicimos? ¡No! En vez de esto caímos en el pecado y corrompimos el universo. Imagine un Día de la Madre cuando ningún hijo regresó—porque todos los hijos estabas sumidos en una vida de maldad y sufrimiento. En realidad, como sabemos, algunas madres no necesitan imaginarlo—lo experimentan, y, por supuesto, esto causa que sufran también. Esta era la situación de Dios, mirando a su hermosa creación, torcida y esclavizada por el pecado original.

Y así Dios Padre envió a Dios Hijo: Dios Padre, que desde la eternidad había generado, había engendrado al Hijo; Dios Hijo, que “todo lo recibe del Padre y todo lo devuelve en el amor.” (Papa Juan Pablo II, Vita consecrata, 16) El Padre envió al Hijo para hacerse uno de nosotros en la Encarnación, Jesucristo; asumiendo nuestra naturaleza humana; y asumiendo el liderazgo de la raza humana como el Nuevo Adán. Porque él, como hombre verdadero, vivió su vida terrenal como un don perfecto al Padre en la obediencia y el amor; y cumplió este sacrificio en ofrecer a sí mismo en la cruz; y entonces resucitó a una vida nueva, transformado, abriendo para nosotros la nueva y poderosa realidad de la Resurrección.

¿Y ve usted el próximo que sigue? Jesucristo, Dios Hijo, es el Nuevo Adán a la cabeza de una nueva humanidad, guidando todo el universo en regreso al Padre. Y lo que sigue es el reditus. Desde la perspectiva del Padre, la Ascensión no es cuando Cristo sale; es cuando el Hijo amado llegó a casa, después de cumplir, con fidelidad y perfección, la misión para que el Padre le había enviado. ¡Y no viene en casa sólo! Vuelve en la carne, trayendo con él a los hijos adoptivos del Padre. Y si la alegría de una madre se incrementa cuando un hijo trae a casa también al cónyuge y los nietos—con cuánto más gozo indescriptible responde Dios Padre a los rostros innumerables que reflejan el rostro de su Hijo Amado: a nosotros, su creación amada, ahora su redimidos, sus hijos adoptivos. (Fr. Jean Corbon, Wellspring of Worship, pp 65-66)

Esto, entonces, es la alegría de la Ascensión. En este Día de la Madre, regresemos a nuestras madres con amor; en este Día de la Ascensión, regresemos también a nuestro Padre, nuestro Padre celestial. Dónde nuestro Señor Jesús nos ha guiado, sigamos, en nuestros corazones en esta Misa, y en todas nuestras vidas, caminando de regreso al Padre, llenos de amor y alegría.

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