Continuar el viaje

Eschucha mp3
III Domingo de Cuaresma, Año C: 3 Marzo 2013
Ex 3, 1-8.13-15; Sal 102; 1 Cor 10, 1-6.10-12; Lc 13, 1-9

En el jueves pasado, nuestro Santo Padre Benedicto XVI realizó su renunciación de su ministerio como sucesor de San Pedro. Porque, como declaró unas dos semanas y media anteriormente, había discernido que ahora no tiene el “vigor tanto del cuerpo como del espíritu” que la Iglesia de Cristo necesita en su Papa “en el mundo de hoy… para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio.” Y por eso Benedicto ha abierto la Santa Sede para un nuevo Papa, de tal vigor para guiarnos bien en nuestro viaje por este mundo. Y oramos por el colegio de Cardenales mientras que se preparan para elegir este Papa.

Pero en las últimas horas antes de la hora efectiva de su renunciación, Benedicto, que ahora es “Papa Emérito,” nos dijo: “Ya no soy Sumo Pontífice de la Iglesia Católica… Soy simplemente un peregrino que empieza la última etapa de su peregrinación en esta tierra.”

Esta imagen de un viaje, de una peregrinación, es una que fue usada por el Concilio Vaticano Segundo hace 50 años; que escribió, entre otras referencias, que nuestro Señor Jesucristo “dirige y ordena al Pueblo del Nuevo Testamento en su peregrinar hacia la eterna felicidad.” (Lumen Gentium, 21) El Concilio usó esta imagen porque la usa también la Escritura, como oímos en las lecturas de hoy. La imagen de un viaje nos presenta una promesa y también una advertencia. Y por eso hacemos bien en escucharla otra vez en la Cuaresma.

¿Qué es esta imagen? ¿Qué nos promete? Y, ¿de qué nos advierte?

San Pablo presenta una comparación entre el viaje del Pueblo de Israel, el Pueblo del Antiguo Testamento, y nuestro viaje en Cristo.

  • Su viaje empezó en Egipto, donde sufrieron como esclavos. Y nuestro viaje empieza en este mundo, que es hermoso y precioso porque es creado por Dios, pero ha sido corrompido y dañado por el pecado—así que toda la creación gime a una (Rom 8, 22), y los seres humanos nacen como esclavos del pecado.
  • El Señor vio la opresión de su Pueblo en Egipto; oyó sus quejas, y conoció sus sufrimientos; y se reveló a Moisés y lo envió para guiarlos desde Egipto. Y el Señor también ha visto nuestra opresión y conoce bien nuestros sufrimientos; y de un modo literal ha descendido para librarnos, en la encarnación de Jesucristo, verdadero Dios hecho verdadero hombre.
  • El Señor libró su Pueblo de Egipto por prodigios; y ellos recibieron su identidad por su pasaje salvadora por medio del mar Rojo; y fueron alimentados por el maná y agua, suplidas de una manera milagrosa. Y nosotros fuimos salvados por los prodigios de nuestro Señor Jesucristo, en su Pasión y muerte y resurrección, para hacernos santos y dejarnos entrar en su vida de la resurrección. Nosotros recibimos nuestra identidad en Cristo por entrar en su pasaje salvador por medio del bautismo; y fuimos alimentado, y continuamos en ser alimentados, por alimento y bebida en sí mismo espiritual y milagrosa, el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesús.
  • Y la destinación del Pueblo de Israel, en su viaje, fue la Tierra Prometida, una tierra buena y espaciosa, una tierra que manó leche y miel. Y la destinación nuestra es el cielo nuevo y la tierra nueva, totalmente transformadas, en el cual no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya habrán pasados. Porque él hace nuevas todas las cosas. (Ap 21, 1-5)

¡Qué promesa perfecta! ¡Qué destinación! ¡El cumplimiento de todo deseo; la transformación y perfección de todo!

Pero San Pablo también nos presenta una advertencia. ¿La notó? Hay el peligro de olvidar que todavía estamos peregrinos en el viaje; de confundir el principio del viaje y el destino; de pensar que el bautismo solo o la primera recepción de la Santa Comunión sola ya es la transformación en el cielo nuevo y la tierra nuevo—o, por lo menos, una garantía de llegar allá. Hay el peligro de olvidar que, entre el mar Rojo y el río Jordán, tenemos que cruzar el desierto; entre el principio del bautismo y la llegada en el destino prometido, tenemos que andar, paso tras paso, todos los días, junto con Cristo, fieles a él.

San Pablo tuvo que advertir a los corintios acerca de esto en el primer siglo. Les recordó, y nos recuerda, que muchos miembros del Pueblo de Israel, después de ser liberados y alimentados por tantas maravillas, no anduvieron fielmente el viaje. Codiciaron cosas malas; se hicieron idólatras; fornicaron; provocaron al Señor; murmuraron. Hicieron todas estas acciones y murieron, cayeron, perecieron en el desierto. Empezaron el viaje pero no lo completaron; nunca alcanzaron a la Tierra Prometida.

Y San Pablo escribe: Todo esto sucedió como advertencia para nosotros, a fin de que no hagamos las acciones que ellos hicieron—nosotros que vivimos en los últimos tiempos. Los corintios necesitaron oír esta advertencia—y nosotros también lo necesitamos. Necesitamos recordar que el bautismo, por sí mismo, no basta. Sí que es un don increíble por el cual Dios nos perdona y transforma, y nos une a sí mismo, y nos llena del Espíritu Santo y de muchas gracias. Pero no es un amuleto mágico. Es el principio de una relación que debemos vivir. Como escribió el Concilio Vaticano Segundo:

…el bautismo por sí mismo es tan sólo un principio y un comienzo, porque todo él se dirige a la consecución de la plenitud de la vida en Cristo. Así, pues, el bautismo se ordena a la profesión íntegra de la fe, a la plena incorporación, a los medios de salvación determinados por Cristo y, finalmente, a la íntegra incorporación en la comunión eucarística. (Unitatis redintegratio, 22)

  • Así, los que buscan el bautismo para sus hijos pero no los guían en practicar la fe—por oración diaria, por asistencia a Santa Misa todos los domingos, por educarlos en las enseñanzas de la fe en el hogar y en la parroquia—se equivocan.
  • Los que han sido bautizados pero no practican la fe, se equivocan.
  • Los que viven pesados por pecados mortales ya no perdonados por el sacramento de la penitencia—y así han matado la participación en la vida divina que recibieron por el bautismo—se equivocan.
  • Los que perseveran en vivir en pecados mortales—inclusive los pecados de amenazar la vida y bienestar de otros; de aprovecharse económicamente de las debilidades de otros; de la deshonestidad y el engaño; de salir de la Iglesia Católica; y de actividad sexual fuera del vínculo del matrimonio válido en la Iglesia—se equivocan.

Todos nosotros necesitamos oír este mensaje. Y, como ustedes saben, hay muchos más que no están aquí, que nunca o raramente asisten a Misa, que también necesitan oír esta advertencia—quizá por sus labios de usted. Necesitamos oír la advertencia del apóstol: El que crea estar firme, tenga cuidado de no caer.

Pero no olvidemos que la Cuaresma es un tiempo de gracia. Es un tiempo anual cuando oímos de nuevo la llamada a volver a Cristo; a cambiar; a convertirnos; a reanudar el viaje, el peregrinaje, con nuestro Papa Emérito, a la Tierra Prometida del Cielo. Cristo llama a mí y a usted a acercarnos a él, a recibir y cooperar con su gracia, para que él pueda hacernos como árboles florecientes y fructíferos. Ama y cree en usted. Quiere liberar a usted del pecado y hacerlo hermoso, radiante, fuerte, y santo. ¿Lo permitirá?

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