Ver al Cristo resucitado y ser un testigo

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II Domingo de Pascua, Año C: 7 Abril 2013
Hch 5, 12-16; Sal 117; Ap 1, 9-13.17-19; Jn 20, 19-31

En ese primer domingo de Pascua—al anochecer del día de la resurrecciónlos discípulos estaban encerrados en un cuarto, con las puertas cerradas, por miedo—por un miedo de que las mismas autoridades que habían dado muerte a Jesús quisieran perseguirles a ellos siguiente. Y ocho días después, estaban reunidos otra vez a puerta cerrada otra vez—a pesar de saber que él había resucitado.

Pero cuánto cambio vemos en la primera lectura, en un momento que pasó probablemente unos varios meses después. Ahora los vemos al aire libre, reunidos todos juntos en el pórtico de Salomón, que era parte del complejo del Templo, y caminando por las calles. La gente los miraba y los tenía en gran estima, viendo las señales milagrosas y prodigios realizados en sus manos, y llevando a sus enfermos para ser curados.

¡Qué diferencia! Desde una postura defensiva, guardando contra las amenazas, cerrando las puertas por el miedo—a una postura de avanzar, de seguir adelante y tender la mano, de difundir la gracia y las buenas noticias, con valor y gozo.

Y, ¿qué hizo la diferencia? Fue nuestro Señor Jesucristo, resucitado de entre los muertos. ¡El sepulcro no pudo retenerlo; había vencido a la muerte; y él les había aparecido, triunfante y glorioso! Sus discípulos lo habían visto; lo habían escuchado; lo habían tocado; comimos y bebimos con él; y fueron convertidos por él—convertidos en testigos de su resurrección.

Y quiero dar un ejemplo de lo que ellos no experimentaron. Quizá unos de ustedes miraron unas partes de la miniserie de televisión La Biblia, transmitido recientemente en el History Channel. Tuve la oportunidad de ver las últimas horas de ella cuando visité algunos feligreses en el domingo pasado. Y un aspecto que no me dio una impresión favorable fue el aspecto de Jesús—cómo fue representado—después de su resurrección. Porque apareció exactamente como había aparecido antes de sufrir—con el único cambio de tener un poco brillo a su alrededor. Era como si hubiera regresado simplemente a la misma vida terrenal; pareció muy agradable, muy suave, muy insustancial. ¿Dónde estuvo el vencedor de la muerte? ¿Esto fue él que transformó a sus apóstoles y los envió a proclamar las Buenas Noticias con valentía?

No. Para recibir una idea mejor de lo que los discípulos vieron en nuestro Señor Jesús resucitado de entre los muertos, escuchemos a uno de los que estaban allí—a San Juan, escribiendo en la segunda lectura, después de verlo de nuevo en una visión en la isla de Patmos, después de unas décadas. ¿Qué nos dicen?—e incluyamos tres versículos que fueron omitidos de la lectura del leccionario:

…en medio de [las lámparas, vi a] un hombre vestido de larga túnica, ceñida a la altura del pecho, con una franja de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve; sus ojos eran como llama de fuego; sus pies semejantes al bronce bruñido cuando se le ha hecho refulgir en el horno, y su voz como el ruido de muchas aguas. En su mano derecha tenía siete estrellas, y de su boca salía una aguda espada de dos filos; su rostro era como el sol cuando brilla con toda su fuerza. Al contemplarlo, caí a sus pies como muerto; pero él, poniendo sobre mí la mano derecha, me dijo: “No temas. Yo soy el primero y el último; yo soy el que vive. Estuve muerto y ahora, como ves, estoy vivo por los siglos de los siglos.” (Ap 1, 12-18)

¡Éste es nuestro Señor Jesús; éste es el vencedor del pecado y de la muerte que transformó a los apóstoles!

Y este es el vencedor que transformó incluso a Tomás el incrédulo. Porque oímos lo que Santo Tomás exigió después de perder la oportunidad de verlo en la primera noche: “…si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré.” Y entonces, después de una semana, nuestro Señor se le apareció y le dijo: “Acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree.” ¿Y le da cuenta de que la Escritura no dice que Thomas realmente lo tocó? Parece que simplemente verlo, simplemente hacer esa conexión persona-a-persona con él, fue suficiente para sacar de Tomás su gran profesión de la fe: “¡Señor mío y Dios mío!”

Hace 35 años, el teólogo Karl Rahner escribió (Theological Investigations, XX, 149): “El cristiano del futuro será un místico o no será.” Y esta observación de Rahner va bien con las palabras del Papa Pablo VI, dos años anteriormente, cuando escribió: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio.” (Evangelii nuntiandi, 41)

Hablan de los místicos; los testigos. Qué interesante que lo que exige este futuro en el cual ahora vivimos es lo que era antiguo; y que proclamar las Buenas Noticias al hombre contemporáneo, en la Nueva Evangelización, requiere que seamos otra vez semejante a los apóstoles; que ganemos lo que tenían San Tomás y San Juan y los demás; que también veamos a Jesús resucitado y lo conozcamos; para que nosotros también seamos convertidos en testigos que lo hemos visto a él y en místicos que lo conocemos a él. Rodeados de los desafíos de esta cultura actual, no es suficiente saber que ciertas cosas se enseñan, ni aún que ciertas cosas son verdaderas. No es suficiente saber; debemos conocer; debemos conocerlo a él personalmente; debemos haber visto al Señor resucitado.

Pero esto nos lleva de nuevo a la dificultad que Jesús plantea: Tomás, tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto.” La manera en que los apóstoles vieron a Jesús durante los 40 días entre la Pascua y la Ascensión al cielo—esa manera de verlo no nos está disponible para nosotros. Y no es probable tampoco que ninguno de nosotros va a experimentar una visión semejante a la que recibió San Juan. Entonces, ¿cómo vamos a verlo y ser convertidos en místicos, en testigos, con el gozo valiente necesitado hoy en día?

Vamos a verlo ahora no con los ojos físicos sino con los ojos de nuestro corazón. Y para explicar lo que quiero decir, permítanme mencionar brevemente tres puntos de mi propia vida por los cuales he venido a ver a Jesús con los ojos de mi corazón:

  • Primero, cuando yo fui un adulto más joven, pasé por varios años de búsqueda espiritual. Y ahora veo que era una cuestión de crecer más allá de la manera más simplificada de saber y creer que había aprendido como niño—cuando eso fue el máximo que pude recibir. Fue Jesús mismo que me atraía y me invitaba a profundizar—a conocerlo mejor, con toda mi mente y todo mi corazón, entonces más maduros. Esto es algo que necesitamos muchos: profundizar en la fe, más allá de nuestra capacidad de cuando teníamos 13 años o 8 o 5.
  • Segundo, durante un verano de mis años del seminario, participé en un retiro de silencio ignaciano, en el cual una parte fundamental fue dar 4 horas discretas a la oración, en cada uno de los 8 días. Y lo que recibí durante ese retiro fue muy personal y muy profundo, hasta que descubrí cuánto me ama personalmente, como yo no lo había sabido antes. Si demos al Señor nuestro tiempo y atención en la oración—en un día, o un fin de semana, o aún 8 días o más—¿no se nos manifestará? ¿No nos dará todo lo que verdaderamente necesitamos? ¡Sí, lo hará!
  • Tercero, como un sacerdote, tengo un maravilloso punto de ventaja para ver a nuestro Señor trabajando en vidas personales ahora mismo—y es posible que oír las confesiones sacramentales es el lugar mejor. Todos los días, veo las almas respondiendo a su gracia a alejarse del pecado y acercarse a la santidad hermosa. ¡En todos los días! Cuando usted entra en la obra de la gracia del Señor en su vida, y en las vidas de su familia, y en otras vidas, ve al Señor resucitado obrando; aún recibe el don de ser uno de los instrumentos que utiliza para lograrlo.

Y por eso es muy posible—para usted y para los que usted conoce—ver a nuestro Señor Jesús resucitado en todo su poder y su majestad y su amor. Usted puede ser tocado y transformado; usted se puede hacerse un testigo; se puede mudarse de la duda y el miedo, hasta la confianza gozosa en la difusión de su Evangelio y su gracia.

“No temas. Yo soy el primero y el último; yo soy el que vive. Estuve muerto y ahora estoy vivo por los siglos de los siglos.” Se escribieron éstas para que ustedes crean… y para que, creyendo, tengan vida en su nombre.

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