Girar de cisternas agrietadas a la Fuente de aguas vivas

Eschucha mp3
V Domingo de Cuaresma, Año C: 17 Marzo 2013
Is 43, 16-21; Sal 125; Flp 3, 8-14; Jn 8, 1-11

El encuentro con nuestro Señor Jesús es una experiencia inolvidable. Conocerlo por primera vez, o encontrarlo otra vez en una forma nueva, es algo que nunca olvidaremos. Seguramente la mujer acusada, cuya historia se cuenta en la lectura del Evangelio de hoy, nunca olvidó a este hombre que literalmente le salvó la vida y probablemente cambió su curso de vida a partir de aquel momento.

Claro que no es el caso que todos nosotros conocimos a Jesús de una manera tan dramática. De hecho, para muchos de nosotros, la primera vez que lo conocimos es un momento que no podemos recordar, porque éramos niños cuando lo conocimos en el bautismo: cuando él nos transformó por su gracia, lavándonos de nuestros pecados, llenándonos del Espíritu Santo, y adoptándonos como hijos e hijas de Dios, unidos a su propia filiación. Pero aunque ésa fue la primera vez, no fue la última. Y ahora entramos en un tiempo de encontrarlo a él de una manera nueva: porque pronto, nuestros candidatos de RICA serán bautizados o recibidos en la plena comunión de la Iglesia Católica; y pronto, muchos de nuestros niños recibirán el perdón en su primera confesión, o recibirán su Cuerpo y su Sangre en su primera Santa Comunión, o serán fortalecidos por la unción del Espíritu Santo en la confirmación.

¿Se acuerda usted de aquellos eventos en su vida? ¿Se acuerda de la anticipación; de la forma en que se vistió; de cuán emocionados eran sus padres y parientes? ¿Se acuerda de cómo usted oró antes; y quizá de estar nervioso; y de cómo deseó este encuentro extraño y nuevo con su Señor? ¿Se acuerda del momento de recibir su gracia sacramental de una manera totalmente nueva; y de los momentos que siguieron? Como oímos en la primera lectura: “Yo voy a realizar algo nuevo. Ya está brotando. ¿No lo notan?”

En mi propia historia, yo crecí protestante; y por eso tenía 28 años cuando pasé por la RICA y por primera vez me confesé y recibí la Sagrada Comunión (la real, verdadera Sagrada Comunión). Y me acuerdo. Me acuerdo de tener que decir algunas cosas al sacerdote que no había querido decir a ningún ser humano; y me acuerdo de que, mientras de pronunciarlas, me sentí como si estuviera sacando cosas sólidas de mis brazos y piernas. Me acuerdo de recibí la Sagrada Comunión por fin, después de asistir a Misa todos los domingos de más de un año, queriendo recibirla pero no pudiendo; así me acuerdo de la sensación increíble de ser amado y abrazado y llenado, de finalmente unirme a mi Señor. Esa es la experiencia que yo recuerdo; y sospecho que usted recuerda la suya también.

La mujer en la lectura del Evangelio de hoy seguramente recordó la suya. Y quiero considerar su historia junto con otra historia en el Evangelio según San Juan, una historia de otro encuentro de Jesús y una mujer.

Esa historia aparece anteriormente, en el capítulo 4, mientras que Jesús viajaba por Samaria, en su camino desde Judea en el sur hasta Galilea en el norte. Estaba pasando por el territorio de los samaritanos, un pueblo que no se llevaba bien con su propio pueblo de los judíos; y al mediodía encontró a una mujer samaritana en el pozo. Por qué ella estaba allí sola, en el calor del día, se revelaría un poco más tarde. Jesús y la samaritana hablaron de temas diferentes; él le pidió agua de ella; y él le dijo que podría darle tal agua viva que ella nunca volvería a tener sed, sino que tendría en su interior un manantial capaz de dar la vida eterna.

Y cuando ella le pidió que le diera esa agua, luego vino el momento clave.

Jesús le dijo: “Ve a llamar a tu marido y vuelve.” La mujer le contestó: “No tengo marido.” Jesús le dijo: “Tienes razón en decir: ‘No tengo marido. Has tenido cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad.” (Jn 4, 16-18)

Por esta razón ella estaba en el pozo, solo, en el calor del día: a causa de su vergüenza pública y el rechazo de las otras mujeres, más respetables, del pueblo. Y aquí nuestro Señor Jesús suavemente toca su corazón. Identifica el deseo, la sed, dentro de ella durante toda su vida que la ha motivado a buscar el amor y la realización de sí mismo, buscándola de un hombre tras otro. Y Jesús identifica el gran dolor y decepción que ella ha sufrido, en experimentar que un hombre tras otro la ha traicionado y rechazado. Pero Jesús no la condena, sino ante ella se presenta a sí mismo como el verdadero cumplimiento de lo que ha buscado. Él la conoce, y la invita a acudir a él, y a encontrar en él por fin lo que ha estado buscando durante tanto tiempo.

Ésta es una historia; y la historia que oímos hoy, del capítulo 8, parece a esta primera. Otra vez, una mujer ha buscado el amor en los brazos de un hombre—con su deseo por el amor guiándola a violar los votos que le había prometido a su propio marido, y a arriesgar el peligro de ser atrapada y apedreada hasta la muerte. Y de verdad ese peligro ha llegado. Su amante, que también fue sorprendido en el adulterio, ha huido, dejándola a enfrentarse solo a la vergüenza pública y la ejecución; o quizá todo era una trampa, y ese hombre era cómplice de los fariseos, y sólo manipuló el deseo de ella a fin de atraerla hacia el pecado y la muerte, sólo para agarrar a Jesús. De cualquier manera, su deseo por el amor la ha llevado a traicionar y ser traicionada, a ser descubierto y avergonzado públicamente, y ahora enfrentarse a la muerte inminente, aterrorizada y completamente rodeada.

Y aquí también nuestro Señor Jesús toca su corazón. Aquí ante ella, por fin, es un hombre que no la traiciona ni le hace daño ni la usa ni la acusa. En cambio, él la respeta; la protege y le salva la vida; la trata con dignidad; y le da la misericordia “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado?” “Nadie, Señor.” “Tampoco yo te condeno. Vete, y ya no vuelvas a pecar.” Jesús la liberó de la amenaza inmediata de su vida; y él la liberó con sus palabras de alejarse del pecado: de alejarse de los caminos pecaminosos por los cuales su deseo por el amor la ha guiado a todos los lugares equivocados; y, en cambio, de seguir a Jesús.

¡Cómo es el Dios al cual seguimos! ¡Qué Salvador es! Porque él toma la iniciativa de encontrarnos en nuestro pecado y en nuestro sufrimiento: no para condenarnos, sino para acercarse a nosotros; para mostrarnos su amor y su misericordia; para protegernos y salvarnos; para liberarnos de lo que nos hace daño y nos enlaza; para llamarnos a sí mismo. Esta es la buena noticia que anunciamos a todo el mundo; y ¡qué felices son todos los que llegan a conocerlo! La mujer en el pozo; la mujer sorprendida en adulterio; yo mismo; y usted también, espero; todos podemos unirnos a San Pablo en exclamar:

Pienso que nada vale la pena en comparación con el bien supremo, que consiste en conocer a Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor ha renunciado a todo, y todo lo considero como basura, con tal de ganar a Cristo y de estar unido a él… conocer a Cristo y experimentar la fuerza de su resurrección…

Vale la pena conocerlo y amarlo, y ser amado por él. Vale mucho; vale todo.

Pero, sin embargo, hay algunos de ustedes aquí presentes—hombres y mujeres—que lo han conocido a él—que recuerdan cuán precioso fue recibir su perdón en la confesión y su propio ser en la Comunión, no sólo la primera vez sino muchas veces en muchos años—ustedes recuerdan, pero ahora se han alejado de él. Usted lo conoció a él desde el principio, pero luego se alejó de él para buscar el amor en los brazos de un mero ser humano, fuera del matrimonio válido. Usted ha hecho lo que el Señor dijo por medio del profeta Jeremías: ha abandonado a él, fuente de aguas vivas, y en vez ha cavado para sí cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua. (Jr 2, 13) ¡Qué triste, qué trágico, hacer este intercambio: alejarse de su Salvador, con la esperanza de que el amor pecaminoso e incompleto de un ser humano, fuera del matrimonio válido, lo reemplazara a él!

Pero, sin embargo, la historia no ha terminado. Usted todavía está aquí en la Misa, cerca de nuestro Señor Jesús—y ¡qué bueno que usted no lo ha abandonado completamente, cuando, como sabe, muchos otros lo han hecho! Usted todavía está aquí; y él todavía está llamando a usted. Todavía le invita a volver a él; todavía le exhorta, como exhortó a la mujer en la lectura de hoy: “ya no vuelvas a pecar.”

Y yo también le exhorto: no se quede en el desierto, en la tierra árida, después de haberse separado de su perdón y su amor. Usted se acuerda de cómo fue estar tan cerca de él, limpiado y alimentado por él en los sacramentos. ¡Se acuerda! Por favor, haga una cita para hablar conmigo o con Padre Díaz o Mons. Brennan acerca de cómo se puede dejar atrás el pecado y entrar en un matrimonio válido. Vuelva a los brazos de nuestro Señor Jesús. Porque él es fuente de aguas vivas; es el que pone agua en el desierto, y ríos en el yermo; y ganar a Cristo, y estar unido a él vale toda pena.

Como nuestro nuevo Santo Padre, el Papa Francisco, dijo hoy:

…volvemos al Señor. El Señor jamás se cansa de perdonar: ¡jamás! Somos nosotros quienes nos cansamos de pedirle perdón. Pidamos la gracia de no cansarnos de pedir perdón, porque Él no se cansa jamás de perdonar. Pidamos esta gracia.

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