La ceguera, la vista, y la Luz del Mundo

Eschucha mp3
IV Domingo de Cuaresma, Año A: 10 Marzo 2013
1 Sm 16, 1.6-7.10-13; Sal 23; Ef 5, 8-14; Jn 9, 1-41

El sentido de la vista es algo que valoramos muy positivamente. A veces, los adolescentes y estudiantes universitarios se preguntan unos a otros: “Si tuvieras que perder uno de sus cinco sentidos, ¿cuál sería?” Y, finalmente, la cuestión avanza a los dos sentidos que la mayoría de la gente valora más: la vista y el oído. Y se preguntan: “Si tuvieras que perder la vista o el oído, ¿cuál sería?” Es una decisión difícil de hacer; pero la mayoría de la gente elegirá a perder su oído y mantener su vista.

Porque nuestra vista nos comunica mucho del mundo que nos rodea. Nos permite detectar el peligro y defender en contra de ella; saber dónde ir y dónde no ir; saber quién y qué está cerca de nosotros, y muchas cosas acerca de ellos. Ser ciego, en comparación, implica funcionar con mucho perdido.

Nuestro sentido de la vista nos da tanta información importante que los filósofos a menudo han comparado el acto de saber lo que es verdad, con el acto de ver lo que es visible.

Nuestras lecturas de hoy están llenas de referencias a ver—y, notamos primero, nos presentan tres niveles de ver. En la primera lectura, del primer libro de Samuel, tenemos el contraste entre el ver humano, normal y sano, y la vista mucho más penetrante que posee el Señor. El profeta Samuel, al conocer por primera vez a los hijos de Jesé, naturalmente tenía sólo su apariencia para juzgar. Así pensó que Eliab, por ser el mayor, el más alto y el más guapo, debió de ser él que el Señor quiso como el nuevo rey. Pero el Señor le dice, “Dios ve no como el hombre ve, pues el hombre mira la apariencia exterior, pero el Señor mira el corazón.” El Señor quería “un hombre conforme a su corazón” (1 Sm 13, 14; Hch 13, 22) como rey; y él pudo ver que ese hombre fue el joven David.

Si la primera lectura nos da la vista humana regular y la vista más penetrante de Dios, la lectura del Evangelio añade un tercer nivel de la vista, que es la ceguera. Pues vemos que uno que es ciego no puede ver lo que está directamente delante de sus ojos, no puede evaluarlo correctamente, no puede responder a él.

Pero, ¿de quién hablo? En la lectura, vemos al hombre ciego de nacimiento, sin duda, que Jesús sana al principio de la lectura. Pero mientras que oímos que la lectura avanza, y especialmente el diálogo, se hace evidente que hay un tipo de la ceguera completamente diferente que está presente aquí; y no es el hombre ciego de nacimiento, sino los fariseos, que sufren de esta ceguera más profunda.

Porque ellos no quieren aceptar la verdad de lo que ven con sus propios ojos. Primero, no quieren creer que el hombre ciego de nacimiento verdaderamente se hizo ver. Y luego, cuando ya no pueden negar esto, ellos no quieren creer que Jesús es un hombre santo que hace milagros; en cambio, continúan afirmando que él es un pecador, rechazando toda evidencia contraria y maltratando a cualquiera que se atreva a presentar ella. “Mi mente ya está definida, no me confundas con verdades” que yo no quiero ver directamente delante de mis ojos.

Pero, mientras que los fariseos se profundizan en la ceguera voluntaria, el hombre recién curado está viendo de una manera cada vez más penetrante. Después de empezar por meramente testificar de lo que ha visto y experimentado, pronto progresa, por hacer conexiones lógicas. Jesús es un profeta, se da cuenta. Él es de Dios,
lo teme y hace su voluntad, y es claro que Dios lo escucha. Y mientras continúa en reflexionar y experimentar el rechazo, parece que él está penetrando cada vez aún más profundamente la verdad escondida—hasta el punto de estar preparado para la revelación que Jesús es, en verdad, la figura profetizada del Hijo del Hombre celestial. En esto, parece a la confesión de San Pedro que Jesús es el Mesías, el Hijo del Dios viviente—a la cual Jesús respondió, “No te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos.” (Mt 16,1 6-17)

En otras palabras, podemos decir: el ciego de nacimiento, con la ayuda de la gracia de Dios, ha comenzado a ver no sólo con la vista humana normal, sino como Dios ve, mirando el corazón. Mientras que los fariseos son cada vez más ciegos, en su orgullo y su obstinada negativa a cambiar, este hombre anteriormente ciego ha encontrado al Mesías, y lo adora.

Este año, los hombres y las mujeres de nuestro proceso de RICA han estado empezando a conocer a nuestro Señor Jesús, la Luz del Mundo. Por la gracia, han llegado a saber cada vez más de él, iluminados por la verdad que él reveló; y, aún más importante, han llegado a conocerlo cada vez más a él mismo. Y los tres que se están preparando para el bautismo se preparan a conocerlo de una manera que, para ellos, ha sido desconocida hasta ahora.

En un momento, estos tres elegidos experimentarán el segundo de los tres Escrutinios, para ayudar en prepararlos para recibir este gran don. La palabra “escrutinio” implica que tendrán que responder a preguntas—y quizá eso es lo que ocurrió en los escrutinios originales de los primeros siglos cristianos. Pero ahora no es el sacerdote que les hace preguntas, sino Cristo mismo brillando en sus corazones a través de este pasaje del Evangelio. Como del ciego de nacimiento, él quiere identificar en sus corazones todo lo que es débil y pecador—para que él pueda sanarlo; y también todo lo que es bueno y fuerte—para que él pueda fortalecerlo. Cristo se revela a ellos, como a ese hombre y a todos nosotros, como la Luz del Mundo que quiere bañarnos en su luz y hacernos verdaderos hijos de la luz—una transformación que ellos experimentarán en tres semanas, cuando serán bautizados en la Vigilia Pascual. Y así, en esta etapa final de su viaje, vamos a ayudarles con nuestras oraciones por su guía y protección.

Invito a los elegidos—Irma, Jeovany, y Mariela—llamados y elegidos por Cristo—a presentarse en este momento, con sus padrinos.

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