Zombis espirituales y el médico divino

Eschucha mp3
XXVI Domingo Ordinario, Año B: 30 Septiembre 2012
Nm 11, 25-29; Sal 18; St 5, 1-6; Mc 9, 38-48

Nuestro Señor Jesucristo siempre nos sorprende. Dice algo, y entonces dice otro, que no habíamos esperado. Hace algo, y entonces hace otro con contraste. Un escritor norteamericano lo ha llamado un “carácter paradójico” y provee ejemplos de pares de calidades y acciones paradójicas que vemos en nuestro Señor. Escribe:

Puede ser igualitaria y jerárquica, suave e impaciente, extraordinariamente caritativo y extraordinariamente crítico. Establece normas imposibles y entonces perdona a los peores de pecadores. (Ross Douthat, Bad Religion: How We Became a Nation of Heretics, pp. 152-53; traducción mía)

Y observa que el cristianismo ortodoxo siempre ha sido fiel en abrazar y proclamar la totalidad de Jesús; mientras que la herejía cae fácilmente en ignorar y negar los aspectos de nuestro Señor que nos parece incómodos o indeseables, y así lo transforma en una figura creada en nuestra propia imagen.

Seguramente has oído decir que Jesús comía con los publicanos y las prostitutas. Y sí que lo hacía. Y en una de esas ocasiones, cuando protestaron unos fariseos, respondió: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores.” (Mc 2, 17) Y muchos paran en ese punto y dicen: “¡Mira cuán inclusive es Jesús!”—según nuestra idea actual de la inclusividad, de aceptar a todo sin excepción. Como si habría dicho: “Un poco de la prostitución, un poco de la extorsión con los impuestos: ¡todo me parece bueno!”

Pero esa simplificación pierde el otro lado de la paradoja. Cuando Jesús habló del médico, no sólo quiso ganar la discusión con los fariseos con una frase ingeniosa: lo dijo en serio. Porque sabía que el pecado es una enfermedad terrible, y había venido para curarlo. No creía que los publicanos y las prostitutas eran bien; sabía que no eran bien, y que necesitaban su ayuda. Jesús los amaba tal y como eran; y los amaba demasiado para dejar que permanecieran así.

De verdad, es Jesús, el médico divino, que oímos hablar en la lectura del Evangelio de hoy, cuando recomienda la amputación. Dice: “Si tu mano (tu pie, tu ojo) te es ocasión de pecado, córtatela; pues más te vale entrar manco en la vida eterna, que ir con dos al infierno.” Córtatela, dice. Y es probable que hayas oído muchas veces, en muchas homilías durante muchos años: “Pero, claro que no quiso decir eso literalmente.” Yo creo que sí que lo dijo en serio, literalmente. Porque sabía que el pecado es tan grave, tan corrupta, tan mortal—que si un miembro de tu cuerpo te fuera una ocasión de pecado, entonces deberías cortártelo y quitarlo, para que fueras salvado de la gangrena del pecado.

La verdad es que ninguna parte de nuestro cuerpo nos es ocasión de pecar. Pero sí que otros aspectos de nuestras vidas son así: relaciones, posesiones, hábitos, compromisos, que nos parece tan necesarios en nuestras vidas como si fueran nuevos miembros de nuestros cuerpos, y igualmente espantoso y doloroso retirarlos.

  • Si su Smartphone te es ocasión de pecar, tíralo.
  • Si Facebook o correo electrónico te es ocasión de estar infiel, córtatelo.
  • Si un juego de fútbol es ocasión a ti o a tus hijos de faltar a la Misa del domingo, aléjate de él.
  • Si tu empleo requiere que hagas daño a otros, sale de él.
  • Si una amistad te tira al pecado, déjala.

Más te vale entrar en el Reino de Dios después de perder a todos estos, que con ellos entrar en el infierno.

En el bautismo, cada uno de nosotros fue limpiado del pecado original y de todos nuestros pecados personales. Y fuimos dado una participación en la vida divina propia de Cristo: el principio de la vida eterna ahora, hasta el cumplimiento glorioso de ella en el día final. Pero nuestros pecados obran a oponer esa vida: nuestros pecados pequeños o veniales dan asco a ella; nuestros pecados graves o mortales la matan. ¿Cuántos católicos zombis hay, deambulando aunque son muertos espiritualmente, con la falta de la participación en la vida divina que Cristo les compartió?—porque no le han pedido restaurar esa vida dentro de ellos. Y el pecado continúa a devorarlos, aumentando, pillando su corazón y su alma.

Pero nuestro médico divino nos ha dado el remedio: el primero de los dos sacramentos de curación, el sacramento de la confesión, de la penitencia y la reconciliación. En él, nuestro Señor Jesús nos elimina la gangrena del pecado; en él, restaura la vida a los que son espiritualmente muertos. Por favor, si llevas un pecado mortal que todavía no has traído a la confesión sacramental, tráeselo a él. Siempre en la confesión el médico divino está obrando, y está esperando a ti.

Porque Jesús te ama tal y como eres; y te ama demasiado para dejar que permanezcas así. ¡Quiere que seas vivo, con la vida que él te ofrece! Dice en el Evangelio según San Juan: “Yo he venido para que tengan vida y para que la tengan en abundancia.” (Jn 10, 10) Moisés deseó “que el Señor pusiera su Espíritu sobre todos”—y de verdad lo hizo nuestro Señor Jesús, en darnos a su Espíritu Santo para morar en nosotros, por el bautismo, y en sellarnos y fortalecernos por el Espíritu Santo, en la confirmación. Quiere que seamos llenos con el fruto del Espíritu: “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio.” (Gal 5, 22-23) Quiere que ejercitemos los dones espirituales, las carismas, que nos ha dado: quiere que tú vivas los dones espirituales especiales que te ha dado a ti, para que seas una bendición a otros.

Porque, cuando estás llenado por su vida, compartes esa vida con otros. Cuando quitas la enfermedad del pecado de tu vida, te haces un miembro sano y activo del Cuerpo de Cristo, la Iglesia. Ya no un católico zombi, sino un católico vivo y lleno por el Espíritu. Y entonces el médico divino ha realizado su obra.

¡Jesús te ama tal y como eres; y te ama demasiado para dejar que permanezcas así! “Yo he venido para que tengan vida y para que la tengan en abundancia.”

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