Conflictos entre grupos, y el Buen Pastor

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IV Domingo de Pascua, Año C: 21 Abril 2013
Hch 13, 14.43-52; Sal 99; Ap 7, 9.14-17; Jn 10, 27-30

¡Yo tengo un sueño! Bueno, en realidad, es mejor decir que tengo una visión. Y es la visión que San Juan tenía hace tantos siglos, que hemos oído en la segunda lectura:

Yo, Juan, vi una muchedumbre tan grande, que nadie podía contarla. Eran individuos de todas las naciones y razas, do todos los pueblos y lenguas. Todos estaban de pie, delante del trono y del Cordero; iban vestidos con una túnica blanca; llevaban palmas en las manos y exclamaban con voz poderosa: “¡La salvación viene de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!”

Es una imagen gloriosa, ¿no? Es lo que anhelamos, ¿no?—esta paz, esta armonía y amor entre todas las personas—y que sentimos debe de ser posible, de alguna manera. Y quizá lo anhelamos aún más durante un tiempo como la semana pasada, cuando las noticias nos han recordado otra vez de las divisiones y luchas entre los pueblos. En la semana pasada oímos de debate sobre la reforma de las leyes de inmigración de los EE.UU.; y la semana empezó con la explosión de bombas en Boston, que mataron e hirieron a muchos; y terminó con dos sospechosos, nacidos extranjeros, identificados, y uno capturado, un muerto. Y en todo esto vemos: personas sufriendo, personas temiendo, personas esperando, personas atacando, personas suplicando, personas acusando.

Siempre se habla de lo que sería la justicia; siempre se habla de “nosotros” y “ellos.” Siempre hay divisiones sobre las líneas de la nacionalidad, la lengua, la raza, y la religión. Y quizá una voz en nuestro corazón dice, “¿Podemos llevarnos bien?” Y, trágicamente, la respuesta es: no. Porque, aunque muchas personas pueden optar por buscar la armonía y la paz, siempre habrá alguien que, como Caín, arremete contra su hermano; que, como los grupos que separan el uno del otro en la Torre de Babel, prefiere su propio grupo y oprime otro.

Y, cuando nos examinamos honestamente, nos damos cuenta que no es sólo algún grupo que lo hace—no sólo alguna gente, o algunos hombres jóvenes; no, lo hacemos nosotros, lo hacemos usted y yo. Cada uno de nosotros reconoce que, aunque no tiramos bombas ni aprobamos leyes, nosotros también a veces hacemos la elección, realizamos la acción, que hiere al otro, que rechaza al otro, que interrumpe la armonía y la paz que buscamos.

Se dice que, hace unos 100 años, un periódico pidió que algunos escritores famosos escribieran un ensayo sobre la pregunta “¿Qué está mal en el mundo hoy?” Y el autor católico G.K. Chesterton respondió con sólo dos palabras: “Soy yo.”

Y así, ¿qué de la visión? ¿Qué del sueño de la gran multitud de todas las naciones? Parece fuera de nuestro alcance. Y así quizá nosotros también queremos preguntar, como uno de los ancianos preguntó: “¿Quiénes son y de dónde han venido los que llevan la túnica blanca?” Y entonces él mismo responde:

“Son los que han pasado por la gran persecución y han lavado y blanqueado su túnica con la sangre del Cordero… Porque el Cordero, que está en medio del trono, será su pastor y los conducirá a las fuentes del agua de la vida…”

Y ahí tenemos nuestra respuesta: necesitamos un pastor. Necesitamos que alguien pueda guiar al rebaño para llegar al lugar donde esa visión, ese sueño, pueda ser realizado.

Pero, ¿quién podría ser? A lo largo de los siglos, los seres humanos lo han preguntado. Entre ellos fue el filósofo griego Platón, en su obra famosa La República, en la cual pregunta: ¿Quién puede conducirnos como pastor? ¿Quién sabe qué debemos ser y dónde debemos ir, como individuos y grupos? ¿Quién tiene la capacidad de conducirnos allí? ¿En quién podemos confiar a no explotarnos, para su propio beneficio, sino a sacrificarse por nuestro bien? ¿Quién puede ser este pastor?

Y todos los años en este Domingo del Buen Pastor nos acordamos de la respuesta: es nuestro Señor Jesucristo. Él es el Buen Pastor; él es quien hemos esperado. Mientras que otros pastor-pretendientes son más parecidos a los ladrones o meres asalariados, que no conocen las ovejas y se preocupan por nosotros; Jesús, el Buen Pastor, verdaderamente nos conoce y da su vida por nosotros. Él no ha exigido nuestra sangre, en la justicia, por los males que hemos hecho; sino ha derramado su propia sangre para transformarnos y hacernos buenos. Y, como siempre celebramos en este Tiempo de Pascua, no sólo dio su vida por nosotros en un sacrificio de amor, sino por eso triunfó sobre la muerte y resucitó y abrió la Resurrección para nosotros—así salvándonos y conduciéndonos a una destinación donde ningún otro pastor podría ir.

¿Quiénes son los que llevan la túnica blanca? Son el rebaño del Buen Pastor.

  • Ellos no son los que se opuso a las palabras de Jesús y no creyeron en él, como algunos de sus oyentes; en cambio, son los que oyen su voz y le siguen.
  • Son los que han sido transformados por él—lavado y blanqueado con la sangre del Cordero—en el bautismo y la confesión.
  • No son los que “se llenan de envidia” cuando ven a otros girando a él, como algunos en la primera lectura; en cambio, son los que están “llenos de alegría y del Espíritu Santo” por ver que más se salva y el rebaño crece.
  • Son los que han pasado por la gran persecución, perseverando en la fidelidad y el amor, incluso cuando están rodeados por las tentaciones y ataques de esta vida.

Y al seguir al Buen Pastor en esta vida:

  • Amamos a nuestra propia nación, nuestra propia raza, nuestro propio pueblo, nuestra propia lengua; intentamos a amarlos y ayudarlos. Pero no lo hacemos a ciegas, y no ponemos nuestra confianza en ellos.
  • Tratamos de mejorar el mundo, y hacerlo mejor y más justo, en conformidad con la doctrina social de la Iglesia; y quizá formulamos filosofías políticas y formamos partidos políticos, y trabajamos en proyectos y leyes, para realizarlo. Pero reconocemos que no tendremos éxito perfecto, y se garantiza que nuestros esfuerzos quizá no alcanzarán, o serán deshechos, más temprano o más tarde.
  • Y no nos sorprende cuando vemos alguna persona o algún grupo que todavía arremete, en el miedo o la violencia.

Pero nada de esto nos desanima, porque sabemos, como enseñó el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, 39), que

los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados

en el nuevo cielo y la nueva tierra. Y sabemos que, aunque este rebaño, esta Iglesia de Cristo,

con frecuencia parezca una grey pequeña, es, sin embargo, para todo el género humano, un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación… que se sirve también de él como de instrumento de la redención universal… (Lumen gentium, 9)

¡Qué raro es vivir, como escribió San Pedro, “como a extranjeros y peregrinos”—sin importar dónde estemos en el mundo, ser extranjeros en todas partes! Y sin embargo eso es porque Alguien nos ha hecho su pueblo: su “estirpe elegido, sacerdocio real, nación consagrada a Dios y pueblo de su propiedad, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable.” (1 Pe 2, 9.11)

Éste es nuestro Señor Jesucristo, el Buen Pastor, que nos conoce, que nos ama, que se entregó por nosotros, que nunca nos dejará ni nos abandonará. Él será nuestro pastor y nos conducirá a las fuentes del agua de la vida, y enjugará de nuestros ojos toda lágrima. Somos su pueblo y su rebaño. Y nadie nos arrebatará de su mano.

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