Sigue a Cristo en el agua del bautismo

Eschucha mp3
El Bautismo del Señor, Año C: 13 Enero 2013
Is 42, 1-4.6-7; Sal 28; Tit 2, 11-14; 3, 4-7; Lc 3, 15-16.21-22

Cuando viajamos como pelegrinos cristianos a la Tierra Santa, uno de los sitios que buscamos es el del bautismo de nuestro Señor Jesús. Sabemos que San Juan Bautista bautizaba en el río Jordán, y hay unos puntos a lo largo del Jordán que se sugieren como sitios posibles. Y cuando llegamos, normalmente queremos tocar el agua, o aún entrar en el agua. Hay algunos que son bautizados allí en el Jordán—o probablemente rebautizados, si son cristianos que no entienden como nosotros que el bautismo es un evento transformativo de una sola vez y no repetible. Pero es natural querer seguir a Cristo en el agua.

En el día en el cual nuestro Señor Jesús fue hasta ese punto en el Jordán, anduvo entre una muchedumbre que buscaba—¿qué? A ver a San Juan Bautista; a oír lo que predicaba; y a ser bautizado por él en el Jordán. ¿Y por qué lo quisieron? Porque tenían hambre de oír la palabra de Dios dicha por un profeta auténtico, después de muchos siglos sin ningún profeta. Porque supieron que necesitaron cambiar sus vidas en un giro radical del arrepentimiento y conversión. Y el acto del bautismo—de ser sumergido en un baño purificador—fue algo que hicieron los conversos al judaísmo en esa época; y por eso estos judíos de toda la vida entraron en el mismo acto para manifestar su deseo de hacer el mismo cambio profundo en sus vidas.

Y, sin embargo, todavía esperaron aún más. Oímos en la lectura del Evangelio que estaban en expectación y todos pensaban que quizá Juan el Bautista era el Mesías. El Mesías, el Cristo, el Ungido prometido desde hace tanto tiempo, que el Señor enviaría para salvar a su pueblo. A éste ellos esperaron.

Y San Juan dijo con claridad que éste no era él. Habló claramente de su identidad, de quién era. No era el Cristo; pero estaba viniendo el Cristo, y Juan era su Precursor. Juan proclamó la venida del Cristo por quién era, y por las palabras que dijo, y aún por su obra de bautizar: porque su bautizar con agua, para ayudar al pueblo en realizar al arrepentimiento en sus vidas, señaló a un bautismo mucho más poderoso, el bautismo del Mesías con el Espíritu Santo y con fuego.

Y entonces, un día, Jesús, que era el Cristo, vino con la muchedumbre al punto donde Juan bautizaba. Vino por la causa del arrepentimiento y el perdón; vino por la causa de la identidad y la adopción; vino por la causa de ungir con poder. Pero consideremos, uno a la vez, qué significa cada uno de estas frases.

Primero, Cristo vino por la causa del arrepentimiento y el perdón. No fue que Cristo necesitó a arrepentirse o ser perdonado—porque era perfectamente santo y sin pecado. Pero supo que nosotros necesitamos arrepentirnos, y ser perdonados. Supo que el pecado es nuestro problema grande: que nos separa de Dios y de otros seres humanos, que nos corrompe, que nos corroe. Y supo que, solo por su gracia transformativa, el pecado sería superado en nosotros.

Y por eso entró en el agua del bautismo—no para que el agua lo santificara a él, sino para que él mismo santificara el agua. Por su bautismo dio al agua bautismal un poder que no había poseído anteriormente: un poder en el bautismo cristiano de perdonar y de lavar todo pecado, inclusive el pecado original y todos los pecados personales. Y esta agua poderosa fluye en todos los fuentes del bautismo, para limpiarnos, cuando seguimos a Cristo en el agua. Porque vino por la causa del arrepentimiento y el perdón.

Segundo, vino por la causa de la identidad y la adopción. Y, otra vez, no fue la identidad de Cristo que necesitaba ser cambiado: él había sido Dios Hijo desde toda la eternidad, nacido del Padre antes de todos los siglos. Cuando la voz del Padre fue oída del cielo declarando que Jesús fue su Hijo amado, estas palabas no significaron un cambio sino una manifestación de su identidad, para que todos supieran quién era y quién es.

Pero Cristo quiso darnos la gracia de la adopción. Quiso unirnos a sí mismo, para que pusiéramos participar en su identidad del Hijo, para adoptar a cada uno de nosotros como hijo o hija de Dios Padre. Y cuando lo seguimos en el agua del bautismo, emergimos y oímos las mismas palabras—en verdad, por la gracia—“Tú eres mi hijo amado; tú eres mi hija amada; en ti me complazco.” Jesús vino al agua por la causa de la identidad y la adopción.

Tercero, vino por la causa de ungir con poder. “Cristo,” del griego, significa “Ungido,” y en su bautismo, con el descenso del Espíritu Santo sobre él, nuestro Señor recibió en su naturaleza humana una unción especial del Espíritu Santa que lo confirmó para el ministerio que cumpliría y la pasión y la muerte que sufriría por nosotros. Y, otra vez, lo hizo por nosotros: para que, cuando lo seguimos en el agua del bautismo, también seamos ungidos, en el bautismo y la confirmación, con el Espíritu Santo; también somos confirmados y fortalecidos para andar en las buenas obras que el Padre quiere para nosotros. También somos ungidos; también somos cristianos, “cristos pequeños,” en Jesucristo. Vino al agua del bautismo por la causa del ungir con poder.

En este momento yo querría dar la invitación: ¡Ven al bautismo! ¡Sigue a nuestro Señor Jesús en el agua bautismal para recibir el perdón y la adopción y la unción! Y, de verdad, si alguno ya no has sido bautizado, te invito a llamar a la oficina de la rectoría para preguntar de la RICA, que es el programa por el cual un adulto se prepara para el bautismo.

Pero es probable que todos, o casi todos, de ustedes hayan sido bautizados. Y el bautismo se hace sólo una vez, porque hace una marca espiritual indeleble, que nunca desaparecerá de nuestras almas, ni aún en la eternidad. Pero esa verdad no significa que no hay nada para hacer—para recibir todo lo que nuestro Señor Jesús quiere darnos, ahora mismo, por su bautismo. Quiero ponerte dos preguntas:

Primero, ¿tienes pecados que has cometido después de tu bautismo que necesitan ser limpiados? Recordamos que Cristo dijo a San Pedro, cuando lavaba los pies de los discípulos, “El que se ha bañado no necesita lavarse, excepto los pies” (Jn 13, 10); y este lavar de los pies ocurre en la confesión sacramental. El mismo poder de limpiar y perdonar fluye en las palabras de absolución que pronuncia el sacerdote. Por eso, si, por el pecado mortal, hayas matado la participación en la vida divina que recibiste en tu bautismo, esa vida puede ser revivido en el sacramento de la penitencia y la reconciliación; y todos los pecados lavados por la mano misericordiosa y limpiadora de Jesús. En el bautismo fuiste bañado; deja que tus pies sean lavados otra vez en la confesión.

Segundo, en el bautismo fuiste adoptado en Cristo como hijo o hija de Dios Padre. Pero, ¿eres consciente de esto? ¿Andas en esa identidad? Todas las mañanas, ¿es uno de tus primeros pensamientos oír la voz del Padre diciendo: “Tú eres mi hijo amado, mi hija amada, en ti me complazco”? ¿Es tu vida definida, tus decisiones guiadas, tus planes formados, por esa relación con Dios Padre; por querer hacer su voluntad en tu vida, y andar en la identidad de quién él sabe que tú eres? O, en cambio, ¿eres formado más por las expectaciones del mundo, de tus vecinos, de tu jefe, tus padres, tu esposo; por normas mundanas del éxito? Oye esas palabras otra vez; deja que penetren tu corazón hoy y todos los días. Como escribió el Papa Juan Pablo II a las familias (Familiaris consortio, 17), “Sé lo que eres.”

Porque tú has seguido a Cristo en el agua del bautismo, y éste te ha cambiado. El Padre te ha elegido; te ha llamado; te ha formado; y te ha tomado de la mano. Has pasado por el agua, el lavamiento de la regeneración y la renovación. El Padre dice, “Tú eres mi hijo amado; tú eres mi hija amada; en ti me complazco.” “¡Sé lo que eres!”

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