¿Qué significa seguir al Mesías?

Eschucha mp3
XXIV Domingo Ordinario, Año B: 16 Septiembre 2012
Is 50, 5-9; Sal 114; St 2, 14-18; Mc 8, 27-35

Cesarea de Filipo está muy lejos de aquí—en el área ahora conocida como los Altos del Golán, cerca de la frontera de los estados actuales de Israel, Siria, y Líbano. Y fue hace muchos siglos que nuestro Señor Jesús guió a sus discípulos allá, fuera del territorio de su propio Pueblo Judío, hasta territorio gentil y pagano. Y allá el maestro les puso una pregunta a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”

Aunque fue hace muchos siglos y muy lejos, seguramente su pregunta pareció tan extraña como ahora. Porque a ellos, como a nosotros, les preocupaban la violencia en su mundo, y los problemas económicas, y la cuestión de quién debería gobernar a su país; y, por supuesto, sus problemas personales. Es posible que cada uno de los discípulos, como cada uno de nosotros, fuera meditando en cualquiera de estos problemas.

Pero Jesús no les pregunta de ninguno de ellos. Él enfoca su atención sobre sí mismo. “¿Quién dice la gente que soy yo?”

Y lo que contestan es impresionante.

  • “Algunos dicen que eres Juan el Bautista”—ese hombre recientemente martiriado, que había atraído mucha atención por su predicar y su bautizar.
  • “Otros, que Elías”—ese profeta poderoso de 800 años anteriormente, cuya palabra trajo tres años de la sequía y que hizo que cayera fuego del cielo en su contienda contra los profetas de Baal.
  • “Y otros, que alguno de los profetas”

—y todas estas respuestas indican las palabras poderosas de Jesús, sus hechos poderosos, y su relación obviamente muy cerca a Dios. Sus respuestas son impresionantes.

Pero Jesús no para en ese punto. No trata de dirigir un seminario sobre la religión comparativa, ni un grupo de discusión sobre la opinión pública. Está buscando una respuesta personal de fe. Entonces él les preguntó: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” Ante todos los otros problemas y todas las otras opiniones: “¿Quién dicen ustedes que soy yo?” Y, si habías pensado que Jesús es meramente un hombre bueno, éste sería un momento bueno para dejarlo atrás—porque su pregunta muestra que él es perturbado y obsesionado consigo mismo, y que no deberías escucharlo o seguirlo. A menos que es realmente mucho más que ordinario.

Y Pedro le respondió: “Tú eres el Mesías”—el Cristo, el Ungido; el único Salvador y Redentor que el Pueblo de Israel había esperado tantos siglos, para que el único Dios se lo enviara para librarlos.

Y San Pedro contestó correctamente. Y, por esa respuesta correcta, mostró que esa pregunta de Jesús es, verdaderamente, la pregunta central de toda la historia humana y es la prioridad mayor sobre todos los problemas y preocupaciones. Porque, si estamos de acuerdo con San Pedro en hacer una afirmación de fe que este Jesús es absolutamente único, el Hijo unigénito de Dios, el Verbo hecho carne (Jn 1, 14), el Camino, la Verdad, y la Vida (Jn 14, 6), entonces eso decidirá: cómo percibimos a nosotros mismos; cómo percibimos a nuestro mundo; qué esperamos de nuestro futuro; y cómo vivimos y formamos nuestras vidas ahora mismo.

“Tú eres el Mesías,” dice San Pedro—y es la primera vez en el Evangelio según San Marcos, después de la frase que introduce el libro, que se usa la palabra “Mesías” o “Cristo.” E inmediatamente nuestro Señor la junta a la primera vez en este Evangelio que él habla de su Pasión que viene: “Se puso a explicarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho, que fuera rechazado… que fuera entregado a la muerte.”

Y sigue explicando que esta senda de sufrir no es sólo suya: pertenece también a cualquiera que lo siga. “Él que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga.” Y tenemos que recordar que la muerte por la crucifixión fue una muerte horrible, vergonzosa, y dolorosa, reservada por el imperio romano para los esclavos y rebeldes; y que cargar con su cruz significó tomar la viga transversal horizontal sobre los hombros, y traerla al sitio en el cual se estaría colgado sobre ella hasta que muriera.

Nuestro Señor Jesucristo era una pesadilla de relaciones públicas. No prometía victorias fáciles, o gloria terrenal, o una vida cómoda. No prometía impuestos más bajos, ni programas sociales mejores, ni seguridad y protección. Si alguien te dice, “No entiendo por qué eres católico; yo no podría vivir así; me parece que hay tantas cargas y dolores y restricciones y sacrificios, que debes perder a sí mismo”—no puedes decir que no tiene razón, ¡porque Jesús dijo lo mismo!

Entonces, ¿por qué vivir así?

Necesitas poder contestar esa pregunta; y ésta es una parte de mi respuesta. En uno de mis momentos más difíciles de mis años del seminario, me enfrenté a la realidad que estuve sufriendo mucho, sacrificando mucho, muriendo a mí mismo, perdiendo a mí mismo; y ¿qué recibía a cambio? Esto pensé, y lo traje a nuestro Señor Jesús en la oración. Dije, “Tú eres el Salvador; pero no me siento muy salvado. ¿Qué vas a hacer al respecto?” Y la respuesta que recibí fue—él; sí mismo. Este hombre; este Dios; este Mesías; este Señor; este Jesús, con todo el amor de su Sagrado Corazón, que nos promete a quedarse con nosotros; y que, cuando nos pide a cargar con nuestra cruz, ya lo ha hecho sí mismo; y que nunca nos pide a caminar solo en el camino cristiano, ¡que es imposible!—sino a caminar paso tras paso en unión íntima con él.

Y sí que nos guíe a una recompensa eterna y la gloria verdadera. Porque, como su cruz fue su camino a su resurrección gloriosa, nuestra cruz también es nuestro camino a la nuestra, en él. Y cuando perdimos nuestra vida, nuestra alma, a nosotros mismos, por él y por el Evangelio—es nuestro ser falso que perdemos; y es nuestro ser verdadero que encontramos en él.

Inmediatamente después del fin de nuestra lectura de hoy, Jesús continua: “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma? Pues ¿qué dará un hombre a cambio de su alma?” Él es el Camino, el camino único. En él todas las cosas cooperan para bien (Rom 8, 28)—para bien en esta vida, y bendición perfecta en la vida que viene. Y así San Pablo pudo escribir: “Ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.” (Gal 2, 20)

Por eso, también nosotros vivamos en él, respondiéndole con fe y viviendo esa fe:

  • por unirnos a él en la Santa Misa, en todos los domingos y aún en otros días;
  • por traerle nuestros pecados para que los limpie en la confesión sacramental, todos los meses;
  • por leer y escuchar su Palabra todos los días;
  • por hablarle en la oración todos los días;
  • y quizá por practicar las devociones como la Vía Crucis y los Misterios Dolorosos del Santo Rosario, para acercarnos a él mientras que nosotros también caminemos por la Vía Crucis.

Resolvemos de nuevo proseguir como San Pablo, que escribió:

Estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor… para ganar a Cristo y ser hallado en él… Quiero conocerlo a él y el poder de su resurrección, y participar de sus padecimientos hasta llegar a ser semejante a él en su muerte, si es que en alguna manera logro llegar a la resurrección de entre los muertos… Prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús. (Flp 3, 8-11.14)

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