Vivir por fe como ciudadanos del cielo

Eschucha mp3
II Domingo de Cuaresma, Año C: 24 Febrero 2013
Gn 15, 5-12.17-18; Sal 26; Flp 3, 17—4, 1; Lc 9, 28-36

En nuestra segunda lectura hoy, oímos que San Pablo nos presenta dos imágenes contrastantes, de cómo vivir en este mundo. Como creaturas corporales, con necesidades y sentimientos físicos, para nosotros es fácil caer en la trampa de ver sólo lo físico—y formar nuestras vidas sólo para seguir propósitos físicos. Y estamos rodeados por los que viven así. Es fácil caer en vivir como si nuestro dios fuera nuestro vientre, y pensar sólo en cosas de la tierra. Si vivimos así, nos hacemos en efecto, como el apóstol dice, enemigos de la cruz de Cristo.

Es fácil caer en esto; pero nuestro Señor Jesús quiere que vivamos de otra manera, con otro propósito. Nos ha hecho ciudadanos del cielo; y quiere que veamos todo de la perspectiva del cielo, y que vivamos nuestras vidas en este mundo como los que no somos de este mundo sino del cielo, sólo pasando por aquí.

Así el llamado de Cristo a nosotros en esta Cuaresma es dedicarnos de nuevo a ver con los ojos del cielo y vivir como ciudadanos del cielo, para los propósitos del cielo. Las prácticas tradicionales de la Cuaresma (de ayuno y limosna y oración) nos giran en esta orientación: a negar algo a nuestro estómago por el ayuno, y a dar más a las necesidades de otras personas por obras de misericordia, y más de nosotros a Dios en la oración. Y, ¿qué si formaríamos nuestras vidas enteras para seguir estos propósitos?

En nuestra primera lectura y la lectura del Evangelio, oímos de unas personas que se tratan de formar sus vidas así. Y no es fácil.

Abraham había recibido el llamado de Dios a dejar su familia y su país para ir a una tierra prometida que no conoció. No se mudó para seguir las riquezas y la prosperidad, sino la voluntad de Dios. Y recibió la promesa de Dios que haría su descendencia tan numerosa como las estrellas, y que les daría esa tierra. Abraham creyó la promesa del Señor, y vivía así. Pero recordemos que él nunca vio el cumplimiento de la promesa delante de sus ojos físicos. Por muchos años, no tuvo ni un hijo; y entonces, después de recibir su hijo Isaac milagrosamente, temó perderlo por tener ofrecerlo como sacrificio; y, cuando Abraham llegó al fin de su vida terrenal, Isaac tuvo una esposa pero ningún hijo. Abraham tuvo que vivir su vida guiada por la promesa del Señor y viendo con los ojos de fe lo que nunca vio físicamente.

Y, si Abraham había recibido una promesa de eventos amables, los discípulos de Jesús en la lectura del Evangelio habían recibido promesas de eventos dolorosos. Inmediatamente antes de esta lectura, San Pedro había confesado que Jesús era el Mesías; y Jesús les dijo que él padecería muchas cosas y sería desechado… y que sería muerto y resucitaría al tercer día. Y añadió: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame.”

Si sería difícil vivir según una promesa amable que nunca se vio, ¡cuánto más difícil vivir bajo una promesa de tanto sufrimiento para su Señor y para sí mismo! Y oímos la dificultad en la reprimenda que dijo San Pedro después de oír sus palabras. ¿Cómo podrían vivir la vida a la cual su Señor los había llamado? ¿Cómo tendrían la fuerza, la paciencia, la resistencia?

Por esta razón, Abraham recibió la experiencia de la Presencia del Señor y la visión del brasero humeante y la antorcha encendida. Por esta razón, los tres discípulos recibieron el don de ver la Transfiguración del Señor. Y reflexionemos en lo que ellos recibieron en esa experiencia:

  • Vieron al rostro de Jesús cambiado de aspecto y sus vestiduras hachas blancas y relampagueantes—y por eso pudo conectarlo con la visión semejante del profeta Daniel, del Anciano de días y el hijo del hombre. (Dan 7, 9-14)
  • Vieron a Moisés y Elías, rodeados de esplendor, hablando con Jesús. Estas dos personas grandes de su herencia religiosa en el Pueblo de Israel les significaron toda la Ley y todas las Profetas—ahora presentes ante sus ojos, les testificando de Jesús.
  • Y fueron envueltos por una nube—por la nube que les había significado la Presencia misma del Señor, poderosa e impresionante. Y de esa nube oyeron la voz del Padre, diciendo: “Este es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo.”

Fue una visión que no olvidarían nunca. Y por eso, cuando alcanzarían al Jueves Santo y Viernes Santo y verían su Señor capturado e insultado, desnudado y azotado, escupido y obligado a llevar la cruz; la sangre, las espinas, los clavos, la lanza; y por último su cuerpo sin vida colocado en la tumba fría—cuando verían todo esto con sus ojos físicos, recordarían y verían con los ojos de fe la luz relampagueante, y Moisés y Elías, y la nube y la voz—y sabrían que más que podrían ver con sus ojos físicos estaría pasando. Así San Pedro escribiría en su segunda carta:

Fuimos testigos oculares de su majestad… Nosotros mismos escuchamos esta declaración, hecha desde el cielo cuando estábamos con Él en el monte santo. Y así tenemos la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en prestar atención como a una lámpara que brilla en el lugar oscuro, hasta que el día despunte y el lucero de la mañana aparezca en vuestros corazones. (2 Pe 1, 16-19)

Y así a nosotros también nuestro Señor nos fortalece con esta revelación de su gloria ante nuestros ojos de fe. Recibimos este don edificante por estas palabras inspiradas de la Escritura; lo recibimos también por medio del testimonio de los santos de todos los siglos; lo recibimos de otros que conocemos y también, a veces, lo recibimos nosotros mismos: vislumbres de la gloria de nuestro Señor Jesús, y de la realidad y los premios del cielo, y de la elaboración de su plan de salvación en nuestras vidas y las vidas de otros. Y por estas vislumbres recibimos la fuerza que necesitamos para negar a nuestros estómagos y dar de nosotros mismos—de dar la misericordia a otros y la oración amante a nuestro Señor.

“Porque por fe andamos, no por vista.” (2 Cor 5:7) “A la cual hacéis bien en prestar atención como a una lámpara que brilla en el lugar oscuro,” y así poder vivir como ciudadanos del cielo en la Cuaresma y en todas nuestras vidas.

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