Como Jesús, debemos defender el matrimonio verdadero

Eschucha mp3
XXVII Domingo Ordinario, Año B: 7 Octubre 2012
Gn 2, 18-24; Sal 127; Heb 2, 9-11; Mc 10, 2-16

En la época de Jesús, el matrimonio estaba revuelto. Los derechos legales de esposos y esposas eran completamente desiguales. Como oímos en la lectura del Evangelio, un hombre pudo divorciarse de su mujer simplemente por darle carta de divorcio y repudiarla. Para un hombre, era tan fácil terminar el matrimonio que había prometido. Y los eruditos discutían sobre qué razones eran justos, por las cuales un hombre pudiera divorciarse de su esposa. El grupo más estricto dijo, sólo algo como el adulterio; el grupo más suelto lo permitió por casi cualquier razón, inclusive—y lo digo en serio—“aún si ella estropeó un plato.” (Escuela de Hilel, en la Mishná) Por razones tan triviales, un hombre pudo repudiar a su esposa.

¿Y la mujer? Era sometida a sus caprichos. Lo que la Ley de Moisés le dio a ella fue la protección mínima de recibir algo escrito y legal que demostraría que fue permitida que se casara de nuevo—para que su esposo primero no podría maltratarla aún más.

¡Qué revoltijo! ¡No es maravilla que Jesús no entrara en su discusión, sino les indicara el principio!

“Desde el principio, al crearlos, Dios los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre.”

Y entonces lo explica. Y, en el cuento en el Evangelio según San Mateo, los discípulos responden, “Si así es la condición del hombre con su mujer, no conviene casarse.” (Mt 19, 10) ¡No fue uno de sus mejores momentos! Estos hombres, al oír que no podrían maltratar a esposas de esta manera, ¡sienten que sus derechos se han quitado injustamente! Pero no es así. Fue por la dureza de su corazón que el matrimonio se hizo tan revuelto en su época; y nuestro Señor Jesús había venido para reemplazar sus corazones de piedra con corazones de carne. Había venido para curar lo que el pecado había herido dentro de ellos y entre ellos; había venido para librarlos y restaurar en ellos la belleza del matrimonio según la intención de Dios desde el principio.

En la época de Jesús, el matrimonio estaba revuelto. Y en la época nuestra también, el matrimonio está revuelto—aunque de una manera distinta. También tenemos el divorcio legal, que Dios detesta, como nos dice el profeta Malaquías (2,16). Creo que no tenemos la desigualdad flagrante entre hombres y mujeres que ellos tenían en sus leyes del divorcio. Pero sí que tenemos una desigualdad terrible, en nuestras leyes del divorcio “sin culpa,” el divorcio “voluntario,” entre un esposo que quiere preservar el matrimonio y un esposo que quiere terminarlo. Por esto, los cortes aún han permitido que una pareja arregle el plan de su divorcio, por un acuerdo prematrimonial, ¡aún antes de haber intercambiado los votos del matrimonio! Qué dureza de corazón tenemos, que hacemos muy fácil separar lo que Dios unió.

De verdad, el divorcio y también la contracepción han hecho mucho daño al matrimonio en nuestra época. Pero hemos avanzado el error aún más adelante por el movimiento de redefinir el matrimonio como posible entre dos personas del mismo sexo: por pretender que es posible que haya un matrimonio de dos hombres, o un matrimonio de dos mujeres. Esto es un error que la sociedad de la época de Jesús nunca imaginaba. Y es uno que, claramente, contradice la enseñanza de nuestra fe. Porque, como oímos en nuestra primera lectura, Dios creó a los seres humanos varón y hembra, iguales y complementarios de tal manera que el hombre pudiera dejar a su padre y a su madre y unirse a su esposa y hacerse los dos una sola carne: que pudieran entrar en la unión única del matrimonio. Y esto simplemente no es posible entre dos personas del mismo sexo; y así la fe católica siempre ha enseñado, y todavía enseña hoy.

Pero, ¿qué implicaciones nos presenta cuando hablamos a otros en nuestra sociedad, sobre las leyes de este país o de otros? No aceptan todos la fe católica; no creen todos las Escrituras, el Nuevo Testamento o el Antigua Testamento. Muchos pretenden que es un derecho humano poder legalmente casarse a otra persona del mismo sexo. Si no estamos de acuerdo, ¿intentamos imponer nuestra fe en ellos? ¿O tenemos la obligación social de callarnos y dócilmente aceptar este movimiento hacia legalmente definir el matrimonio? ¿Hay alguna otra manera por la cual la verdad hermosa del matrimonio, que sabemos por la fe, pueda influir a los fuera de nuestra fe y así beneficiarlos también?

De verdad, si que hay. Como la Iglesia ha enseñado durante mucho tiempo, podemos hablar en la plaza pública en una manera que puede ser entendido y aceptado aún por los que no creen como nosotros. Porque podemos hablar desde la ley natural: podemos decir las verdades que se pueden percibir por todos que desean conocer la verdad y que usan sus poderes de observación y razón.

Todos los que observan pueden ver que, biológicamente, sólo la unión de un hombre y una mujer puede concebir a un hijo naturalmente. No hay otra combinación física de seres humanos que pueden realizar esto: ni dos hombres, ni dos mujeres, ni uno grupo mayor. No es posible negar que una unión de un hombre y una mujer, inherentemente, es algo especial y diferente, fundada en la verdad que un hombre y una mujer son físicamente distintos de una forma complementaria. Y esta complementariedad física y procreativa se corresponde a una complementariedad psicológica y emocional y personal. El esposo y la esposa que únicamente pueden concebir a un hijo también son la combinación única de padre y madre que todos los hijos necesitan y al cual todos los niños tienen un derecho.

Así tenemos la realidad natural y humana que no se puede negar, y que no se puede cambiar, ni aún por cambiar la ley; aunque nuestra sociedad está hábil en cubrir sus ojos y rehusar ver lo obvio. Y tenemos los derechos reales de todos los niños de ser criado por su propia madre y padre. Oímos que nuestro Señor Jesús dio la bienvenida a todos los niños a venir a él, y que dijo que no fueran impedidos; y nosotros también debemos tener en cuenta los que ellos necesitan. Aunque siempre hayan circunstancias tristes por las cuales unos niños no conozcan a madre o padre, no es justo que una sociedad construya estructuras legales que intencionalmente privarían a niños de su derecho a una madre o un padre.

Nuestra doctrina social católica nos dice que la comunidad política existe para servir el bien común (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 168, 384). Y es claro que apoyar al matrimonio verdadero, de un hombre y una mujer, y a la familia de padres e hijos que deriva de ellos, es una parte de este propósito. Pero intentar redefinir el matrimonio no puede servir al bien común. Por esta acción, el estado se compromete a promover una mentira—por gastar sus recursos; por usar su poder de forzar; por oprimir los derechos naturales de los niños y de las personas de fe—y todo esto para promover y forzar una mentira.

Sabemos que hay unos que pretenden que proteger el matrimonio verdadero implica violar los derechos de las personas homosexuales. Pero recordamos que los hombres de la época de Jesús sentían que su apoyar al matrimonio, como fue creado, ¡violó a sus derechos de divorciar a sus esposas fácilmente! Y sabemos, como Jesús, que no es un favor, ni a los oprimidos ni a los opresores, dejarlos encarcelados en su sistema pecaminoso; en vez de esto, tratamos de rescatar a todos desde la decepción, a la verdad; desde la esclavitud, a la libertad verdadera; de heridas terribles, a la sanación y a la integridad. De verdad, el Hijo del Hombre vino para rescatarnos de las tinieblas del pecado y hacernos verdaderamente libres.

Así, como católicos fieles, obrando como levadura en la sociedad para proclamar el amor salvadora y la verdad libertadora de nuestro Señor Jesús, debemos obrar para proclamar la verdad del matrimonio y protegerlo y apoyarlo. Debemos, con caridad, oponer todos esfuerzos a redefinir el matrimonio erróneamente—en todos los países y todos los estados. Aquí en Maryland, en Noviembre, debemos votar en contra de la Pregunta 6, que redefiniría al matrimonio—mientras que continuamos en creer y proclamar las palabras hermosas de nuestro Señor Jesús:

“Desde el principio, al crearlos, Dios los hizo hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa y serán los dos una sola carne… Por eso, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre.”

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