Cuando el pecado encuentra el amor

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XI Domingo Ordinario, Año C: 16 Junio 2013
1 Sm 12, 7-10.13; Sal 31; Gal 2, 16.19-21; Lc 7, 36—8, 3

En nuestra lectura del Evangelio de hoy nuestro Señor Jesús fue invitado a cenar en casa de Simón el fariseo.

Y yo creo que, cada vez que oímos de los fariseos en los Evangelios, tenemos que prestar atención—nosotros que somos sacerdotes, o que somos católicos, que asistimos a misa, que practicamos la fe, que tratamos de vivir en la manera correcta. Porque en realidad los fariseos eran un grupo de personas en la Tierra Santa del siglo primero que fuertemente querían ser buenos: querían conocer la ley de Dios, querían seguirla con cuidado, y querían que otros la siguieran también. Muy parecidos a nosotros, ¿no? Pero el problema era que, aunque muchas de sus intenciones eran buenas, entonces cometieron errores graves en tratar de vivir esto. Son estos errores que nuestro Señor está criticando constantemente en los Evangelios; y por eso tenemos que escuchar con atención a sus palabras a los fariseos, para asegurarnos de que no estemos cayendo en los mismos errores.

Lo que vemos en esta lectura es la diferencia entre cómo Simón el fariseo responde a la mujer pecadora, y cómo Jesús responde a ella.

Estaban de acuerdo de que ella era una pecadora; todo el mundo lo sabía. De alguna manera pública, ella no cumplió algunos de los mandamientos de Dios. Quizá estos fueron mandamientos acerca de la pureza sexual; o quizá de santificar el sábado y las fiestas religiosas, o mantener la pureza ritual, u otra ley. Pero todo el mundo sabía que era una de los que no guardaron los mandamientos. Y sabemos que nuestro Señor Jesús consideró el pecado un problema serio; que nos enseña cómo ser buenos, no sólo en nuestras acciones externas, sino también en la mente y el corazón; que nos urge a tomar medidas serias para ser bueno y evitar el pecado.

Estaban de acuerdo que ella era una pecadora pública; pero la diferencia entró en cómo respondieron a ella.

  • Simón el fariseo pensó que tal pecadora tenía que mantenerse a distancia: que él no debe ser amable con ella, ni hablar con ella, ni entrar en contacto físico con ella. De hecho, vemos que no mostró las atenciones sociales habituales a Jesús, a quien había invitado a cenar en su casa: que no proveyó a un servidor para lavar el polvo de la carretera de los pies, no ungió su cabeza con aceite, no le dio un beso de saludo.
  • Pero Jesús no le respondió así. Porque él había venido “a buscar ya salvar lo que estaba perdido.” Sabía que nuestros pecados son una especie de enfermedad, y que los enfermos tienen necesidad de médico. Y por eso había venido para tender la mano a nosotros con la ayuda que necesitamos. En la Encarnación, el que había sido verdadero Dios desde toda la eternidad, se despojó a sí mismo para ser también verdadero hombre, para convertirse en uno de nosotros y vivir entre nosotros. Y se disponía a sufrir y morir en la cruz por nuestra salvación.

Por eso, claro que no quería mantener a la mujer pecadora a distancia: quería atraerla muy cerca; para fundir el miedo y el pecado con su amor; para darle su perdón; para encender el amor en su interior; para transformarla hasta que fuera sana y santa.

Esto es lo que hace para cada uno de nosotros, sobre todo en la confesión sacramental. En el mundo nos encontramos con la acusación, el juicio, la condena, y ninguna esperanza de que pudiéramos ser perdonados ni que cambiáramos. Pero eso no es lo que encontramos en Jesucristo, ni en la Iglesia que es su cuerpo místico, ni en el sacramento de la confesión que él instituyó. Allí encontramos la esperanza, la misericordia, el perdón, la compasión, la oportunidad de empezar de nuevo, y la gracia que nos ayude a hacerlo. En este sacramento nos sana; en este sacramento nos ama; en este sacramento nos libera.

Y si esto es lo que recibimos de nuestro Señor—el amor, la misericordia, la gracia—entonces él también nos instruye a acercarnos a los demás de la misma manera. No para rechazarlos como Simón el fariseo, de crueldad y condenación. Sino para mostrarles amor; para mostrarles misericordia; para darles la bienvenida y llevarlos a nuestro precioso Señor. Para que puedan encontrar el amor que han buscado durante toda su vida; para que puedan encontrar al Salvador que los hará libres.

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