Satisfacer nuestra hambre en forma de Dios

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El Cuerpo y la Sangre de Cristo, Año C: 2 Junio 2013
Gn 14, 18-20; Sal 109; 1 Cor 11, 23-26; Lc 9, 11-17

Cuando yo era niño, y llegué a la edad de 10 años y medio, tuve la oportunidad de entrar en los Boy Scouts. Y, como todos los Scouts, aprendí lo que llamamos la Ley Scout: una declaración con 12 puntos, 12 características personales que deben caracterizar a un Boy Scout. Pero en esa primera tropa, también aprendimos un punto 13. Y así recitábamos: “Un Scout es: honrado, leal, servicial, amigable, cortés, bondadoso, obediente, alegre, económico, valiente, limpio, reverente… ¡y hambriento!”

¡Y, por supuesto, era la verdad! ¡Sí que los Boy Scouts tienen hambre! Y también otros jóvenes—para que los líderes de los grupos de jóvenes y de los ministerios católicos de la universidad saben que tienen que pensar en esto cuando planean eventos de ministerio y evangelización, que a menudo necesitan proveer alimentos. Y Jesús también tenía que pensar en esto durante su ministerio terrenal; y la lectura del Evangelio de hoy vemos una situación en la cual quizá debería haber planeado un poco mejor. ¡O tal vez él lo planeó perfectamente!

El nombre científico de la especie humana es “homo sapiens”, que significa “hombre sabio”; pero quizá en cambio podría ser “homo famelicus”, “hombre hambriento”. Por supuesto, la ciencia nunca nombraría a nosotros así, porque todos los animales y todas las plantas también tienen que comer algún tipo de alimento. Pero los apetitos humanos sobrepasan los suyos. Tenemos hambre de comida, sí, pero también para mucho más que comida: para el amor, para el éxito, para el sentido, para realización. Y, como los filósofos existencialistas observan, muy a menudo nuestros apetitos quedan sin ser satisfechos. Únicamente entre la creación visible, seguimos con hambre, deseando más, y con frecuencia no lo encontrando.

Nuestra fe nos explica por qué. Porque, únicamente entre la creación visible, fuimos creados en la Imagen y Semejanza de Dios. Fuimos creados con la capacidad de conocer y amar a Dios; con esa capacidad, con ese propósito. ¡Qué propósito: conocer el creador infinito del universo! Pero si tenemos ese propósito, entonces también tenemos esa necesidad; y así se dice que tenemos un vacío en forma de Dios dentro de nosotros, un vacío del tamaño del infinito, que sólo él puede llenar.

Uno de mis profesores sacerdotes en el seminario, cuando hace la preparación para el matrimonio, le preguntará a la pareja en la primera sesión de por qué quieren casarse. Y a menudo uno de la pareja, quizá la novia, dirá algo como: “¡Porque él me satisface!” En ese momento, mi profesor saltará inmediatamente a la respuesta y dirá: “¿Por qué haces una cosa tan terrible que este hombre? Parece un buen muchacho. ¡Usted no puede hacer eso a él!” Y, por supuesto, ella se encuentra muy sorprendida y responde: “¿Qué fue lo que dije? ¿Qué hice mal?” Y el sacerdote explicará: “Este hombre no puede satisfacer a usted. Ningún hombre puede. Sólo Dios puede satisfacerle. Si usted espera la satisfacción de este hombre, lo devorará. No se entra en el matrimonio en busca de satisfacción de su cónyuge. Sólo Dios puede hacer eso.”

Pero, ¿cuántas personas que nos rodean están tratando de llenar ese vacío en forma de Dios con otras cosas aparte de Dios? Puede ser que sea en el matrimonio o las relaciones, o con su trabajo. O puede ser que sea con cualquiera de los muchos tipos de conductas adictivas: con alcohol o drogas; con la pornografía o varias acciones sexuales; con los juegos de azar o ser un adicto al trabajo, o con acciones que son aún más autodestructivo. Todos tratando de adormecer el dolor; y el dolor a menudo incluye tratar de disminuir el hambre para el infinito.

En este domingo de Corpus Christi, los diferentes grupos de lecturas durante el ciclo de tres años nos dirigen la atención de diferentes maneras. En el año A, nos dirigimos a considerar el Cuerpo de Cristo; en el año B, la Sangre de Cristo. Y en este Año C, nos dirigimos a los signos del pan y del vino, y a la experiencia de ser alimentado milagrosamente y tener el hambre satisfecha.

Porque vemos que nuestro Señor Jesucristo nos ofrece a sí mismo. Él quiere que nosotros le conozcamos; él quiere que lo amemos y recibamos su amor; ¡quiere llenar ese vacío en forma de Dios dentro de nosotros! Y lo hace no sólo por revelarse a nosotros, y comunicar con nosotros, y bendecirnos, y permitir que sentamos a su presencia; sino él se entrega a nosotros en una forma, bajo una apariencia, que en realidad podemos comer y beber; bajo la apariencia de pan y vino ordinarios, nos da mucho, mucho más.

¿Y qué nos pide a cambio? ¿12 pagos cómodos? ¿Un contrato de 2 años? No, él pide que seamos capaces de recibirlo, nuestras manos abiertas y vacías, con espacio para él: vacías del pecado, vacías de otras cosas que nos pesan y nos enredan.

Incluso puede pedirnos entregar los recursos y fortalezas que creemos que tenemos. Al igual que con los discípulos el día de nuestra lectura del Evangelio—que estaban hambrientos como el resto de la multitud, pero al menos tenía los cinco panes y los dos peces—esos no realmente suficientes para ellos, pero al menos era algo, para satisfacer su hambre un poco. ¿Los entregarían a Jesús? Lo hicieron. Y él los tomó, los bendijo, los partió, y se los dio; y los discípulos recibieron mucho más en cambio, lo suficiente para comer y estar satisfechos, e incluso para terminar, cada uno, con canasto lleno de pan y pescado.

Eso es lo que hizo en ese día. Y en este día, nos pide pan y vino ordinario; y por las manos del sacerdote los tomará, los bendecirá, los romperá y los dará de nuevo a nosotros, transformados: su Cuerpo, su Sangre, su alma, su divinidad, su propio ser; entregados por nosotros, derramada por nosotros; dados para satisfacer, como nadie puede, ese hambre en forma de Dios.

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